No podemos retroceder el tiempo, pero sí tener vivencias que nos hagan recordar las costumbres de nuestros abuelos y abuelas mayas. Nico, Roberth y yo viajamos a San Antonio Tuk, una comunidad que nos llevó a nuestros orígenes.
Texto y fotos: Kattia Castañeda
San Antonio Tuk, Quintana Roo.- Desde que conocí a Nico mi vida cambió. Mi mamá dice que los ojos se me engrandecieron más que de costumbre. Sí sé el porqué, pero mi madrina, como la llamo, me dijo que la historia de aquel martes 19 de enero de 2021 sólo la compartiríamos ambas.
Ella es partera tradicional, huesera y sanadora, pero, para mí, un estuche de monerías. En unos años cumplirá ochenta y me cuenta que está agradecida con Dios por los dones que le dio, sobre todo el ayudar a dar a luz a las mujeres embarazadas.
En febrero de 2021 viajamos a Chapab de las Flores, un municipio que está al sur de Yucatán y a dos horas de la ciudad de Mérida. En el trayecto, comiendo una torta de jamón y queso, ella con su Coca Cola y yo con un té verde, me habló del pueblo de su infancia: San Antonio Tuk, ubicado en Quintana Roo. Me preguntó si quería acompañarla, porque tenía años sin ir. Mi respuesta fue un sí, no hubo necesidad de que me lo repitiera.
Contaba los días y las horas desde el momento en el que me describió el lugar donde conoció a su primer amor a los 14 años, pero al que mataron con un disparo.
El jueves 18 de febrero de 2021, poco antes de las siete de la mañana, nos vimos en la estación de autobuses y compramos los tickets. No se podía llegar más temprano por la restricción vehicular que el gobierno puso por la pandemia del Covid-19. La acompañaba su hijo Roberth, un guía espiritual al que llaman maestro Ramcen, y que recientemente llegó de la Ciudad de México, donde compartió su sabiduría en una ceremonia en la que, según me contó Nico, habló con el fuego sagrado.
Antes de emprender el viaje, en una fonda que está a un costado de la estación de autobuses, comimos unos ricos chilaquiles. Pedimos dos con huevo y uno con carne, todos verdes. Y platicando en broma, quedamos en acuerdo de que seguramente a alguien le han de gustar los chilaquiles rojos.
A tiempo, abordamos el autobús y durante seis horas pasamos nueve pueblos: Umán, Maxcanú, Ticul, Oxkutzcab, Akil, Tekax, Tzucacab, Peto y Dziuché. En ese trayecto escuchamos las conversaciones de los pobladores, de las dolencias físicas que sufren y curan con medicina tradicional. Algo que me parece magnífico. José María Morelos fue el décimo y en donde nos bajamos para comenzar la aventura que, al recordarla, me transporta a las historias que mi madre me cuenta cada vez que extraña su niñez, hace cuarenta años.
Eran casi las tres de la tarde, y para agilizar nuestra llegada tomamos un mototaxi, un transporte popular y accesible en la península, pero el chofer que nos tocó fue precavido, nos dijo que no se arriesgaba porque las autoridades podrían multarlo. La gente de la comunidad no estaba saliendo para evitar contagiarse del virus, y si lo hacía solo era para comprar artículos de higiene personal, semillas o medicina en su automóvil o moto particular.
Nos dejó a la entrada de los veinte kilómetros que nos faltaban para llegar al poblado, donde Nico no la pasó tan bien porque sufría bullying por un lunar gigante en el rostro, que es de nacimiento, y discriminación por no saber español, sólo maya, nuestra lengua originaria y que, por esa misma razón, ha ido desapareciendo poco a poco, pese a haber personas que quieren sembrarla de nuevo a nuevas generaciones.
Nicolasa, como se llama realmente, es ágil. Logró convencer a un señor con un mototaxi casi nuevo de que nos llevara a Tuk. La terracería de la que me habló mi madrina ya no estaba. Era una carretera lisa y con máquinas aplanando tramos. Las montañas que me comentaba eran unos cerros. He de confesar que fui ingenua, lo consideré posible por su cercanía a Belice, donde, a pesar de que hay mar, también hay sierras. Y sí, había mucha selva y árboles de gran tamaño. La mayoría, endémicos. No estaba defraudada, me sentía en casa.
No recuerdo el nombre del señor, sólo que nos entretuvo con su plática hasta la puerta de la casa de los parientes de Nico y Roberth. Le pagamos 150 pesos. Con eso, dijo que ya había hecho su día. La abuelita, cuñada de la madrina, nos esperaba en su cocina, una casa de bajareques bien pulidos y huano. Estaba acompañada de sus nietos, una de sus hijas y una ardilla que salvaron de morir en la boca de una culebra.
Nos invitaron a comer frijol Kabax, un platillo que, según la tradición yucateca, se come todos los lunes o cuando a uno se le antoje con su “chilito”. También tortillas recién hechas en el comal y que sacábamos del lek, una jícara que se utiliza como tortillero y las conserva calientes.
El acercamiento a los usos y costumbres que heredé de mis abuelos, de mi madre y padre, llegaron a mí desde la comida. No los había olvidado, sólo me alejé un poco de ellos por andar a las prisas, en una ciudad donde sólo comes comida “rápida”, ves asfalto, demasiadas casas, tiendas, oficinas y vehículos.
San Antonio Tuk, de acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) en 2010 tenía 165 habitantes, hoy quién sabe, porque muchos emigran a poblados cercanos como Tulum, Playa del Carmen o Cancún, o a otros estados; incluso, hay quienes intentan entrar a Estados Unidos en búsqueda de mejores oportunidades. Los que se quedan se dedica a cortar árboles maduros, sobremaduros, muertos o enfermos.
Desde tempranas horas del día, tanto a hombres como mujeres se les ve con sus coas, un instrumento con una punta afilada que obtienen del municipio de Ticul, puliendo las maderas que son enviadas a distintos poblados de Quintana Roo, Yucatán y Campeche.
Una señora, en compañía de su hija y su nieto, me cuenta que al día dejan impecables aproximadamente cien varillas de árboles como el jabín, amapola, tzalam, chechén y chacá. Me permitieron intentar hacer su labor, y aunque no fallé, sentí el peligro en mis manos. Ellas son las expertas y quienes lo llevan haciendo por muchos años para tener un poco de solvencia.
Dicen que por cada palo sencillo, les pagan 1.50 pesos mexicanos, y esta cantidad va aumentando de acuerdo con el tamaño y la cantidad de madera que generen. Es decir, si alistan cien varillas sencillas al día ganan 150 pesos, lo que le pagamos al mototaxista que nos dejó en su comunidad. Y aunque rebasan por 8.3 pesos el salario mínimo en México que en este 2021 aumentó un 15% y quedó de 123.22 a 141.7 pesos, según la Comisión Nacional de Salarios Mínimos (Conasami), estos pesos “sobrantes” no alcanzan porque en el lugar las familias son numerosas.
La sobrina de Nico que nos acompañó a almorzar cuando llegamos a Tuk, tiene diez hijos y una parte vive con ella y su pareja. La más grande es maestra y brinda educación a treinta niños de varias edades en la escuela que se construyó en uno de los primeros cuadros de la comisaría y la iglesia en la que veneran a San Antonio de Padua y a un Cristo que, según dicen, durante la Guerra de Castas que pasó por ahí, le cortaron el rostro a la mitad.
Síguenos en Facebook: Voces Libres
Por la pandemia, los pequeños no asisten a la escuelita, pero la maestra les lleva el material y las tareas para que no se atrasen. Una educación virtual ahí es imposible. En las casas apenas hay un celular y ninguna computadora. Tampoco Internet porque la señal no llega por la lejanía del lugar. Guadalupe es la comunidad más cercana para “conectarse”, es más poblada y cuenta con más servicios, como agua potable y luz, que llegó a Tuk a penas hace unos años. Antes, se alumbraban con velas. Otra opción es comprar fichas de internet: una hora, cinco pesos; dos horas, ocho pesos y cuatro horas, 15 pesos.
Dieron las cuatro, las cinco, y merendamos un pan con un chocolate, luego las seis, las siete de la tarde, que más bien era de la noche porque todo estaba oscuro, y tomamos un café. Más tarde, nos tendieron nuestras hamacas y el sueño comenzó a vencernos.
Ellos estaban escuchando “La Bichota”, de Karol G, porque la música no tiene fronteras, en una pequeña televisión a blanco y negro y después lo cambiaron a una telenovela que desconozco. Pasó una hora más, el clima bajó, se aproximaba un frente frío. De repente, escuchamos gritar: “¡Ya llegaron!”, yo me pregunté: “¿Quiénes?”. Nico, Roberth y yo, nos levantamos de un sopetón para ver que sucedía.
Los “hombres de la casa” llegaron, dijeron. Desde antes de que se ocultara el sol se internaron en el monte para cazar, una actividad que hacen frecuentemente para comer carne, porque la base de su alimentación es el frijol, huevo y el maíz, que nixtamalizan y muelen. Todo cosechado desde su solar o milpa.
Traían un tepezcuintle, un roedor que vive en las proximidades de los cursos de agua de los bosques tropicales. Nunca había visto uno tan cerca y mucho menos sabía que se comía. El día que pensamos que terminaría a las siete de la noche, en nuestras hamacas, terminó siendo un momento de aprendizaje.
Al animal lo pusieron ya muerto en una cubeta para evitar que los perros se acercaran a él y se lo comieran. Después lo remojaron en una olla de agua hirviendo para que su pelaje se quitara con facilidad. Entusiasmados, los casi 10 hombres que lo cazaron, armaron el píip, un hueco que hacen en la tierra y al que le ponen piedras y hierbas, para asarlo.
Casi a medianoche, todos rodearon una mesa de plástico y en un ambiente silencioso, pero especial, le dieron gracias a Yúum K’áax, el Señor Monte, por el permiso que les dio para cazar. El relajo comenzó y la taquiza de tepezcuintle, igual. No podría describir el sabor, pero podría asegurar que no se asemeja al del pollo. Así fue como terminó nuestro ajetreado día.
Al día siguiente, 19 de febrero de 2021, cuando cantó el gallo nos levantamos. Volvimos a tomar café con pan y caminamos hacia la milpa. Con nuestra carretilla y un bolso de pita, cosechamos frijol, calabaza, chile y maíz. En el camino nos topamos el lugar donde pulen los árboles más grandes. Un “huero”, panzón, estaba acostado en su hamaca, mientras varios hombres trabajaban. Nico le gritó: “Ponte a trabajar, huevón”, pero seguramente no lo escuchó porque se le veía bien a gusto en su sueño.
Al llegar a la casa, en el patio desgranamos el maíz y le quitamos la cáscara al frijol. Jade, la más pequeñita de los diez hermanos, nos ayudó. Sus hermanos, unos años más grandes que ella, Monserrat y Vicente, igual. La hora de despedirnos se acercaba. La visita fue corta. No dejaron que nos fuéramos con el estómago vacío, así que nos invitaron a almorzar frijoles, esta vez blancos con un poco de coliflor y tortillas torteadas a mano, como le decimos en Yucatán.
Eran las 2:30 de la tarde, las nubes y el viento nos anunciaban el frío. Nico, Roberth y yo ya estábamos sentados en unas rocas esperando al mototaxista que prometió regresar por nosotras. Dieron casi las tres de tarde y decidimos acercamos a una tiendita, donde vive una conocida de la madrina, y preguntamos si alguien con automóvil salía de Tuk. No tuvimos éxito, pero ofrecimos pagar la gasolina si lo hacían y nos dijeron que sí.
Te recomendamos: Los últimos pobladores de la Amapolita de Chenkú
Finalmente, un señor que se dirigía a su milpa, donde estaba su esposa, nos ayudó a salir de la comunidad que, por su distancia, no sabemos cuándo regresaremos. El camino fue más largo que de llegada, pero suficiente para reflexionar lo que es vivir en comunidad, en costumbres y en tradiciones; en agradecimiento, en sencillez y en humildad; de manera ingenua, alegre y en paz.
Esta nota fue pensada y elaborada por el equipo de Voces Libres. Se autoriza su reproducción siempre y cuando se cite claramente al autor.